sábado, 25 de julio de 2009

Narraciones ficticias 11


A LA SOMBRA DEL SILENCIO



Hay quien sube al metro para suspender el tiempo.
Él entra en Iglesias a un vagón cualquiera, aunque probablemente calculado a la distancia conveniente para su salida, aunque probablemente iba caminando por la estación, llegó el metro, se volvió y montó. Como uno cualquiera, el vagón era un mundo, una estampa del mundo.
Se coloca atrás, en uno de los ángulos finales, cerca de la puerta que no se abre, enfrente de la que da paso a los pasajeros. Es moreno, más bien bajo, de no más de uno setenta. Delgado sin extremos, pelo ensortijado. Viste pantalón vaquero, mochila y lleva cascos en los oídos. Mueve el cuerpo como siguiendo la música. No va abstraído, mira.
Los vagones de metro llevan gente abstraída, gente leyendo, hablando, mirando. En la ciudad los espacios más ansiosos de mirada, son los vagones de metro. Gargantas que tragan ojos. La luz del vagón, concede a las distintas razas la misma piel, esa pátina blanquiazul que hace de los rostros, caras veladas. Lo que no se confunden son las edades, a esta hora jóvenes y mayores rellenan la platea, faltan los niños. Él, mueve su cuerpo como siguiendo la música. Pasa Bilbao.
Hay quien sube al metro par convocar el silencio.
Ella entra en Tribunal. Tiene una cara diferente a las otras chicas. Pelo corto, ojos grandes y un tanto levantados hacia arriba. Los lleva pintados oscuros, muy oscuros, que hacen de ellos dos lunas nuevas. De tez más bien blanca. Su altura sin ser alta, no era baja. Abrigo negro que hace resaltar su óvalo no muy definido. Su boca ajustada al tamaño de su cara, eso sí es una boca entremedias. Los labios entreabiertos, la media sonrisa, sus ojos llamando miradas. Hace pensar que ella se sabe una cara diferente, que llama la atención por lo extraña. Es una cara fuera del canon común, lo sabe. Entra en Tribunal resuelta. Hace ya tiempo conoce el consenso de las miradas. Con esa firme resolución va hacia mediado el vagón. Mira. Ella le ha localizado, él la localizó al entrar. El tren marcha, el mundo sigue a lo suyo, hablar, leer, no ver, abstraer, dormir, algunos parece que rezan, pero sólo meditan. El bullicio de las conversaciones entremezcladas hace de túnel entre ambas miradas. Ella le mira y para eso ha de torcer un tanto, el cuello. Se ha agarrado a la barra mirando ligeramente en dirección contraria. El sonríe el esfuerzo de ella, al buscar de soslayo su mirada.
El metro corre y Gran Vía renueva los cuerpos, las caras, el color de la piel que vuelve a ser el blanquiazul uniforme. Renueva lectores, charlatanes, abstraídos y mirones. El metro corre y las estampas del mundo se mantienen, como se mantiene el túnel que enlaza sus miradas los minutos que quedan hasta la siguiente parada, pues ella ha girado su cuerpo, ya de lleno, y , despreciando la cercanía de una puerta, abriéndose paso, suavemente entre las gentes, se dirige en la dirección de él. Le viene mirando. El sonríe francamente a su mirada. Ella se acerca, a la puerta que abre y la deja en Sol. Baja. El sigue sonriendo y mira como sale. Ausentes las miradas, mientras el metro arranca. Ël levanta los ojos, esperando verla mientras el tren se va. La avidez de su mirada y sus labios que se resisten a perder la sonrisa, se abren ampliamente al pasar a su altura. Ella está a punto de arrancar a subir las escaleras que la llevan a la salida. Ella se vuelve en el instante conjunto. Sigue su sonrisa entreabierta. Él que oye en la música la sintonía de sus miradas, gira el cuello, el cuerpo y el alma y dejando que su sonrisa escape a su encuentro, con la mano derecha a la altura de su cintura, le saluda en adiós. Adiós a mirada y sonrisa de su chica extraña. Y ella le devuelve el adiós, como un espejo del alma, con la mano derecha a la altura de su cadera. Desaparece el túnel del silencio.
El mueve el cuerpo, como siguiendo la música. Ha llegado a su estación, Tirso de Molina. El mirón mirado.
Hay quien baja del metro para comenzar un recuerdo.


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